Todos la llaman ducha, pero aquí le decimos regadera. "Voy a darme un regaderazo", anunciamos, si la idea es hacerlo en un par de minutos. No obstante, para algunos, los momentos pasados bajo el chorro se cuentan entre los más importantes del día. No es casual que la escena más recordada de Hitchcock -la más copiada, también- sea la de la mano con el cuchillo penetrando el espacio sagrado de la ducha, donde la gente canta y habla sola porque se sabe o cree saberse libre de testigos. Si al cabo han de llegar a asesinarme, por lo menos espero que tengan la decencia de agarrarme vestido, seco y lejos del oráculo húmedo. Pues habemos quienes creemos que en el interior de ese entrañable mecanismo residen todas las respuestas que importan. Iré por partes.
Fue desde siempre un sitio fundamental. De muy niño, recuerdo que escribí mis primeras palabrotas con el dedo, sobre uno de los cristales opacos a los que cada noche el vapor convertía en pizarrón. Y lo recuerdo porque al día siguiente a mi padre le dio por preguntar quién había escrito cabrón, puto y pendejo en el baño. Allí también jugaba a inventar las personas y aventuras que al día siguiente, ya en el salón de clases, invadirían con fruición secreta mis cuadernos. Todo empezaba debajo del agua, en ese espacio impune y decisivo donde uno se hacía muchos, y nadie nunca lo iba a saber. No imaginaba entonces lo poco que los años cambiarían de aquellos rituales.
Cuando una persona concibe fácilmente ideas atractivas y peligrosas, se dice que es una cabeza caliente. Y bien, que a mí nadie me quita de la cabeza la idea de que el solo hecho de estar bajo la regadera calienta las neuronas y hace posibles pensamientos raudos e inspirados. ¿O será acaso que la libertad íntima de la que uno disfruta en ese reducto permite a la cabeza sobrevolar latitudes imaginarias insospechadas? En cualquier caso, encuentro que el espacio de la regadera es un vibrante punto de introspección. Acudo a ella, a veces, craneando ya una agenda de invenciones que me devuelve a la niñez y la tina, cuando chapoteaba uno entre patos y otros muñecos de goma que hacían de la hora del baño un carnaval privado. Es posible que todavía sea el momento cumbre del día.
Ha cambiado el horario, por supuesto. Mojarse de mañana es emerger alerta del reino del cuerpo para integrarse al mundo con la frescura que la cama desconoce, plantar una frontera entre sueño y vigilia e instalar una aduana capaz de distinguir posibles de imposibles. Por eso a veces trato de conducir los pensamientos sólo por los carriles que me interesan, pero la regadera no me lo permite. Le vienen mal la disciplina y las órdenes; lo suyo es distraer, divagar, distender. Con frecuencia, por tanto, dejo la regadera con la cabeza llena de entusiasmos desconectados de lo que previamente a la inmersión eran mis intereses inmediatos.
No vayamos más lejos: hoy mismo entré a bañarme con el coco totalmente ocupado por la voz de Quincy Coleman y salí con la idea, extraña en un principio, de escribir justamente sobre el impostergable tema de la regadera. Y ahora que lo recuerdo, me ha pasado allá adentro lo mismo que a lo largo de estos párrafos: olvidé por completo el tema del jabón.
Text i Links Xavier Velasco
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